Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla, pero al volver vendrá con regocijo trayendo sus gavillas. Salmo 126:5–6
El conocido autor A. W. Tozer observa, en uno de sus libros: «La Biblia fue escrita con lágrimas y es al que derrama lágrimas que revelará sus mejores tesoros». De esta manera, Tozer identificaba un importante principio acerca del mundo de las cosas espirituales, y es que las lágrimas siempre han sido parte de la experiencia de aquellos que han conocido las más profundas intimidades de Dios. Probablemente la mayoría de nosotros no entendemos muy bien porqué esto es así y, quizás, ni siquiera haga falta entenderlo. Nos basta con aceptar que este es un componente ineludible de la vida espiritual.
Si recorremos las páginas de la Palabra, rápidamente veremos que un sin fin de héroes de la fe eran también personas acostumbradas al quebranto. Job lloró amargamente delante de Jehová por la angustia de su aflicción (Job 16:20). José no pudo contener las lágrimas cuando volvió a encontrarse con sus hermanos (Génesis 43:30). Ana, la madre de Samuel, lloraba desconsolada por su esterilidad (1 Samuel 1:7). Cuando David se encontró con la ciudad destrozada por los amalecitas, lloró hasta que no le quedaron fuerzas (1 Salmos 30.4). En los salmos el mismo David confiesa que las lágrimas frecuentemente fueron su pan de día y de noche (Salmos 42:3). Elías huyó al desierto, tan angustiado que deseó la muerte (2 Reyes 17) El rey Ezequías lloró con gran angustia cuando le anunciaron su muerte, y fue oído por sus lágrimas (Isaías 38:5) A Jeremías frecuentemente se lo ha identificado como el profeta de las lágrimas (Jeremías 13:17). Jesús lloró en varias ocasiones. La Palabra testifica que también fue oído por sus lágrimas (Hebreos 5:7). Pablo sirvió al Señor con humildad y con muchas lágrimas y pruebas (Hechos 20:19).
Sin entender bien el proceso, sabemos que ocurre algo en nuestro corazón cuando lloramos. Con el llanto existe la posibilidad de que se ablande, y debemos reconocer que el obstáculo a una vida de mayor comunión con Dios es la dureza de nuestros corazones. Con la suma de frustraciones y fracasos finalmente claudican nuestros esfuerzos por encaminar nuestra vida, y admitimos delante de Dios nuestra condición frágil e inestable. Es el comienzo de algo nuevo. Seguramente por esto Jesús podía proclamar: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación» (Mateo 5:4).
Las lágrimas, sin embargo, no siempre son producto de la frustración. También pueden indicar un corazón trabajado por Dios, sensible a las cosas del Espíritu. Esta clase de persona es la que se quiebra por las mismas cosas que quebrantan el corazón de Dios. Observe las lágrimas de Cristo por Jerusalén (Lucas 19:41), o las de Juan en Apocalipsis (5:4). Ellos percibían una realidad espiritual de tal magnitud que los llevó a llorar delante de Dios.
Sea cual sea la razón de las lágrimas, para aquellos que andan en el Señor, son la puerta hacia cosas más profundas y espirituales.
«Mantener la mano en el arado, mientras nos secamos las lágrimas, este es nuestro llamado». Watchman Nee.
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