30 Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención.
31 Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia.
32 Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.
Si digo a personas que han sido maltratadas que la sanidad completa requiere perdonar al agresor, muchas no estarán de acuerdo, y dirán: “Es que usted no sabe todo el dolor que he sufrido”. Tienen razón. Pero un espíritu rencoroso, al igual que el cáncer, penetra cada parte de nuestra vida. El resentimiento es un síntoma que no puede ser ignorado. Destruye relaciones y lleva a tomar malas decisiones.
Dejar de perdonar puede hacernos sentir que estamos castigando al agresor. Pero las personas no pueden vengarse de otras sin destruirse a sí mismas. Por eso, el Señor nos llama a seguir su ejemplo de ser misericordiosos con todos (Ef 4.32). Puesto que Dios nos ha perdonado, no debemos negar el perdón a los demás. Cuando alguien nos hiere, podemos sentir que esa persona no merece el perdón, pero nosotros tampoco somos merecedores del sacrificio de Jesucristo en la cruz.
La crucifixión era lenta y angustiosa, pero el peor tormento que sufrió el Señor Jesús fue recibir el pecado del mundo sobre sí y ser abandonado por el Padre (Mt 27.46). Aun así, mientras sus vestiduras eran rifadas, Jesús dio el mejor ejemplo de perdón al decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23.34). Es posible que yo no conozca el dolor que usted siente, pero le aseguro que Jesús sí lo conoce. Por su benignidad y amor infinitos, Él le ayudará a vencer el dolor, la ira y el resentimiento.
El perdón es una decisión —un acto de servicio al Señor y un paso necesario para nuestra sanidad. No importa lo terrible que hayan sido las acciones cometidas contra nosotros, Dios exige que mostremos misericordia para nuestro bien y para su gloria.
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